Potenciar nuestro florecimiento implica entender la complejidad de la felicidad. Si bien anhelamos ser más positivos, debemos reconocer que no todo depende de nuestra intención. Un 50% está vinculado a nuestra genética, mientras que solo el 10% se relaciona con circunstancias como el éxito o el dinero.
Esto deja un 40% en nuestras manos, donde nuestras acciones intencionales marcan la diferencia.
Las experiencias extremas, como ganar la lotería o sufrir un accidente grave, revelan que, a largo plazo, volvemos a un punto de equilibrio de felicidad. Las circunstancias no mantienen un impacto sostenido (A este fenómeno se le conoce como la adaptación hedónica).
Más bien, ese 40% que controlamos implica actividades intencionales para influir en nuestro bienestar a largo plazo. Sin embargo, identificar esas actividades efectivas es crucial, pues no todas las opciones que parecen impactantes realmente lo son.
El dinero, por ejemplo, ofrece felicidad temporal. Nos adaptamos rápidamente a sus beneficios. La verdadera diferencia radica en cómo lo gastamos. Comprar experiencias y compartirlas con otros eleva la felicidad de manera más duradera que adquirir bienes materiales. Richard Davidson enfoca esto como destrezas: el bienestar y la felicidad son habilidades que se perfeccionan con la práctica, al igual que aprender a tocar un instrumento musical.
La neuroplasticidad respalda la idea de que nuestro cerebro es moldeable a través de la experiencia y el entrenamiento. Davidson equipara la búsqueda de la felicidad con el desarrollo de habilidades. Discriminar entre actividades respaldadas por la ciencia que aumentan nuestro bienestar y aquellas que no lo hacen se vuelve esencial.